Confieso que no soy amigo de los homenajes, ni de los que se me ofrecen ni de los que se organizan a otros, con más o menos merecimientos, en una época en la que los grados más elevados de «maestros» de las organizaciones secretas, tanto como los doctorados honoris causa se entregan con tanta facilidad. Éste es uno diferente y muy merecido tanto por parte de los que han decidido organizar el evento, como por parte del homenajeado, que no es cualquier persona: lo digo porque estos gestos no van con la personalidad de nuestro querido amigo común. Si ha convenido en participar de este acto es porque muchos de los que bien le queremos anhelábamos que se dé esta ocasión para expresarle públicamente nuestros sentimientos, nuestra gratitud, nuestro afecto y nuestra admiración por todo lo que ha hecho en su larga, agitada y singular vida, particularmente, en la PUCE. Por ello, no dudé ni un segundo en aceptar el pedido que se me hiciera para intervenir ahora y poner de relieve algunos puntos sobresalientes de la vida de nuestro querido amigo, compañero y maestro.
El Dr. Julio César Trujillo Vásquez nació en San Antonio de Ibarra en la provincia de Imbabura, el 30 de marzo de 1931. Sus primeros años no fueron fáciles; con serias limitaciones económicas debía caminar largas jornadas todos los días para recibir las primeras enseñanzas que le impartieron los Hermanos Cristianos en el Instituto «Rosales». Ahí fueron compañeros de banca con mi hermano, el padre dominico Julio César Vaca Andrade, fallecido en 1982. La secundaria la hizo en el Colegio «Sánchez y Cifuentes», en donde se destacó no solo por ser un estudiante dotado de excepcionales virtudes y apego al estudio, sino también y sobre todo porque fue un gran basquetbolista. Su madre, mujer de grandes virtudes cristianas, debió haber descubierto que su hijo Julio César no era persona común destinada a la mediocridad: tenía que enviarle a cursar sus estudios superiores en una Universidad capitalina de prestigio, como la Católica, que había sido recientemente fundada, en noviembre de 1946. A veces se olvida o se pasa por alto que para los padres de familia de jóvenes provincianos que deseábamos superarnos estudiando en Quito en las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado, los esfuerzos y sacrificios eran grandes y difíciles, tanto para cubrir los gastos de residencia, alimentación y movilización, como los del propio estudiante que debía vivir solo, en un medio hostil porque no siempre fue bondadoso ni abierto a los provincianos; ante tal actitud, la dedicación y el estudio son la respuesta apropiada, aunque unida a una firme decisión de salir adelante, de triunfar por propios méritos; por fortuna, esa respuesta es, al mismo tiempo, la poderosa motivación para aprender más, ser mejores que la media que se limita a buscar el título para conseguir el nombramiento en la función pública o para aprovechar de las fortunas heredadas de familias tradicionales.
El Dr. Julio César Trujillo, se dedicó a estudiar con seriedad y responsabilidad, sin dejar de lado su pasión por el Básquet, como le recuerdan sus antiguos compañeros de carrera, entre otros el doctor René de la Torre Alcívar. Empezaron más de cien y terminaron la carrera de Derecho apenas 23 amigos y compañeros. Se graduó tercero en su clase por sus propios méritos, esfuerzos y dedicación. En cuanto recibió sus títulos de licenciado y doctor en Jurisprudencia el 13 de noviembre de 1958 se dedicó a ejercer con pasión la profesión de abogado, siempre al lado de los más pobres, de los trabajadores, de los más necesitados. Desde sus años de estudiante universitario se afilió al Partido Conservador, decisión sobre la cual en más de una ocasión le requerí alguna explicación, cuando trabajábamos juntos, y él me la dio con mucha paciencia aunque nunca terminé de entenderla a cabalidad en razón de su personalidad y forma de pensar, tan conocida por todos.
Al poco tiempo de su graduación fue llamado por el padre Aurelio Espinosa Pólit, rector y fundador de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y por el entonces decano de la Facultad de Jurisprudencia, doctor Julio Tobar Donoso para que se ocupara de la cátedra de Derecho del Trabajo, lo cual constituyó un temprano y gran honor para él en razón del elevado nivel científico y cultural de quienes le habían formulado la propuesta, y también por el creciente prestigio que día a día adquiría la Universidad Católica, y de manera especial la Facultad de Jurisprudencia en el país. Conviene aclarar que la propuesta no tenía como fundamento su reciente iniciación como profesional del Derecho, ni su afiliación al partido Conservador, sino sus rendimientos como brillante estudiante que recién había dejado la Universidad.
Ya como profesor de Derecho del Trabajo se destacó por su dedicación y entrega cumpliendo a cabalidad el compromiso adquirido con la Universidad, acudiendo puntualmente a dictar sus clases en las horas y días asignados. Para el doctor Trujillo la cátedra universitaria jamás, en ningún momento de su vida, fue ni un pasatiempo, ni un peldaño para escalar posiciones, ni para hacer constar en su currículo, ni mucho menos un entretenimiento que le distrajera de su ocupada agenda profesional o, en fin, porque no tenía nada más a que dedicarse. Tampoco se convirtió en profesor universitario atraído por las simbólicas remuneraciones que pagaba en ese entonces la Universidad Católica. Desde sus primeros días hasta hace poco que ha decidido retirarse de las universidades en las que prestó sus brillantes servicios, lo único que le motivó para el ejercicio de sus cátedras fue su pasión por enseñar, por cumplir con sencillez, bondad y nobleza el mandato divino de enseñar al que no sabe, formando los abogados que la PUCE y el Ecuador necesitaba, con una orientación cristiana definida, y, fundamentalmente, éticamente sólidos.
Tenía ya algún renombre como gran abogado, excelente profesor y persona de excepcionales cualidades intelectuales, cuando en el año 1971 un grupo de jóvenes estudiantes de la Facultad de Jurisprudencia, principalmente de sexto curso – yo estaba entonces en el quinto curso de los seis que había que aprobar para egresar – pensaron en él como candidato ideal para Decano en un momento en que se requería de cambios y transformaciones profundas. Los líderes del grupo de proponentes fueron entre otros los entonces estudiantes Ximena Moreno y Alberto Wray. La propuesta sorprendió al mismo Dr. Julio César Trujillo, porque como él lo dice con la sinceridad que le caracteriza, no era una distinción y una responsabilidad que estaba entre sus proyectos de vida, confirmando así, que, en efecto, no era, ni es de las personas que ambicionan llegar a puestos directivos por afán de notoriedad o búsqueda de importancia, motor que ha movido a tantos escaladores y arribistas en todos los tiempos. Hizo algunas consultas privadas, pensó mucho y reflexionó más todavía sobre las repercusiones futuras de una decisión tan delicada como esa; finalmente, aceptó la propuesta de los estudiantes, los cuales votarían en la elección por primera vez. Los estudiantes debían conseguir los indispensables votos de algunos profesores convenciéndoles de la necesidad de que termine el decanato del Dr. Julio Tobar Donoso, quien se había mantenido al frente de la facultad y la había manejado con su sola voluntad desde la fundación misma de la Universidad en 1946 hasta 1971: 25 años continuos de decanato. En Asamblea General triunfó el Dr. Trujillo y fue electo Decano. Todavía recuerdo con claridad el semblante de suma preocupación y desaliento de algunos profesores tradicionalistas que sinceramente creyeron que el Apocalipsis había llegado a la Facultad de Jurisprudencia de la PUCE, convencidos como estaban de que el nuevo Decano era comunista, sólo por ser abogado de los trabajadores, de los pobres y promovido por los estudiantes, olvidando que para entonces nuestro amigo doctor Trujillo, por propia decisión y sus indiscutibles méritos, había llegado a ser parte de la directiva del tradicional Partido Conservador, de tal manera que lo ideológico jamás estuvo en discusión en el claustro universitario pero si el deseo no discutido ni discutible de mantener a la Facultad en el estado en el que estaba, porque los cambios, a algunos, no les parecían ni necesarios, ni urgentes, ni mucho menos indispensables. Según ellos, todo estaba bien.
Por fortuna esos cambios llegaron, inspirados en la incuestionable calidad académica y liderazgo del doctor Trujillo, en su tenacidad y en su innato don de convencimiento al que debió recurrir para aquietar temores y despejar inquietudes infundadas. Gracias a Dios se produjo la primera reforma universitaria que se inició con muchas dificultades y fuertes oposiciones de quienes temían lo peor, pero lo hacían huérfanos de razones y con argumentos que ahora resultarían ingenuos, para no calificarlos de ridículos. La reforma se llevó adelante y se sostuvo con el respaldo de los profesores jóvenes y de los estudiantes. Curiosamente, y para grato recuerdo de muchos hay que mencionar que un jesuita insigne como el padre Juan Espinosa Pólit, apoyó decididamente la reforma; seguramente porque con su preclara inteligencia vislumbró que los cambios eran indispensables y que el doctor Trujillo no era ni el comunista que temían, ni el demonio que pintaban, sino el líder indiscutido de la reforma que se requería para sacarla adelante.
Esta reforma comprendía el sistema de créditos y semestres en lugar de los seis años de estudio de cursos cerrados (no se aprobaba una materia, Religión, por ejemplo, y se perdía todo el año que había que repetirlo íntegramente), se sustituyó el estudio de los códigos por el estudio del Derecho; así, por ejemplo, las cátedras de Derecho Civil, empezaron a llamarse “De las personas” y no del Libro primero, “Bienes”, “Sucesiones”, “Obligaciones y Contratos”, en lugar de los respectivos Libros; el Código Penal fue reemplazado por el estudio del Derecho Penal; el Código del Trabajo fue reemplazado por el Derecho del Trabajo o Derecho Laboral, etc. Se dio un importante impulso al Derecho Público y se inició la preocupación por el Derecho Económico. Y, lo que probablemente, constituyó el más importante cambio de todos, para acceder a las distintas cátedras de la Facultad ya no era suficiente declararse católicos fervorosos sino tener otras muchas verdaderas y sólidas cualidades y virtudes, empezando por adquirir el compromiso de atender la cátedra con seriedad y puntualidad, con responsabilidad, de investigar y de estudiar día a día dejando de lado el convencimiento de que quien sabía de memoria los más importantes artículos del Código Civil ya tenía conocimientos más que suficientes para triunfar en la vida como próspero abogado listo para convertirse en rico lo más pronto posible.
Algunos de los que egresamos y nos graduamos en los primeros años de la década de los setenta, con notables merecimientos, ciertamente, y no tan solo por pertenecer a prominentes familias de Quito, fuimos llamados a integrar un cuerpo de profesores universitarios remozado, animados e inspirados en la figura del decano Trujillo, en quien fijamos nuestros ojos como nuestro modelo y conductor; nos dedicamos por entero y con todo entusiasmo al oficio de enseñar, atendimos con puntualidad y seriedad nuestras obligaciones académicas, investigábamos, leíamos y estudiábamos mucho antes de impartir nuestros conocimientos, algunos fuimos enviados al extranjero para ver y aprender cómo funcionaban otras universidades al tiempo que tratábamos de nutrirnos de más y mejores conocimientos en nuestras respectivas especialidades. Fueron años hermosos, inolvidables, porque empezamos a ejercer la profesión con entusiasmo, aunque descubrimos con estupor que lo que nos habían enseñado en la antigua Facultad – como las cien definiciones de D. Administrativo – no servían de mucho o de nada en la práctica, menos aún frente a la dictadura que aquejaba al país, y a la que frontalmente combatía el Dr. Trujillo. Accedimos a las cátedras confiadas a nosotros porque estábamos convencidos de que lo que hacíamos lo hacíamos por vocación y con entrega, amando nuestro delicado oficio, animados por el sincero deseo de formar excelentes abogados, estudiando e incentivando el estudio y el análisis de la doctrina, de la jurisprudencia y apoyados en las experiencias profesionales personales adquiridas en el litigio de causas encomendadas a nosotros. Éramos profesores y abogados practicantes que seguíamos el ejemplo inspirador, caminando por la misma senda que nos trazó nuestro maestro, amigo y líder, Julio César Trujillo, quien, posiblemente sin saberlo ni haberlo leído, siguió el pensamiento de D. Luis Jiménez de Asúa, cuando escribió: “Los que aspiran a que el Profesor sea un puro científico, le deniegan el permiso para ejercer su carrera, pero no están en lo cierto más que a medias. El ejercicio profesional, cuando es moderado y no se produce fuera del campo de la disciplina profesada, lejos de empeorar la calidad docente del Maestro, la completa y afina. El ejercicio de la rama jurídica explicada en la Cátedra, corrige el excesivo dogmatismo y pone la doctrina en contacto con la realidad…. He perseverado en el empeño profesional porque estoy seguro que el haberme puesto en contacto con casos reales ha decantado mi enseñanza de cátedra” (Prólogo al I Tomo de las Defensas Penales). Será por esta linea de pensamiento que no deja de sorprenderme que abogados que no conocen ni donde funcionan los juzgados y que jamás han elaborado ni el más sencillo de los escritos, conduzcan cátedras en las que lo esencial es la práctica, el manejo de casos reales (no inventados) y la relación objetiva con una realidad judicial que nos aqueja y nos duele.
Los temores de algunos se disiparon en poco tiempo y por ello, meses después de haber asumido el decanato, el Dr. J C Trujillo fue propuesto por el padre Alfonso Villalba, provincial de la Compañía de Jesús y Vice Canciller de la PUCE, para que asumiera el cargo de Vicerrector de la Universidad. Es evidente que, para entonces, al menos para el provincial de la Compañía de Jesús el Dr. Julio César Trujillo Vásquez, era una persona dotada de múltiples cualidades. Luego de algunas consideraciones se llegó a la conclusión de que el cargo de Decano de Jurisprudencia no era incompatible con el de Vicerrector de la PUCE; que el nuevo Rector, P. Hernán Malo, estaba de acuerdo con esa designación; pero, fundamental, se dejó muy en claro que el Vicerrector no sería instrumento de la Jerarquía eclesiástica, ni de persona o grupo alguno de predestinados, por lo que la PUCE se manejaría con fidelidad a su espíritu pero con total autonomía.
Desde el vicerrectorado, siguió apoyando decididamente la reforma universitaria, con la que estaba totalmente de acuerdo y la encabezaba con talento, sagacidad y brillantez el rector Padre Malo.
Una de las características de las colectividades ecuatorianas, para no hablar de defectos más repulsivos, es el “chisme” dañino, perverso, que con razón las naciones indígenas la sancionan como falta grave. Los “chismes” afrentosos en contra del Dr. Trujillo no estuvieron ausentes de la comunidad universitaria, pero la perspicacia del padre Hernán Malo González los cortó de raíz y frontalmente para terminar de una vez con tanta maledicencia de la que realmente se estaba haciendo víctima a un hombre insigne, frontal, honesto y caballero a carta cabal. Pero, había que empezar averiguando de fuente directa el pensamiento del Dr. Trujillo; para ello, el padre Malo le invitó al “sospechoso” a efectuar un viaje a Latacunga conversando largamente en la jornada de ida y vuelta, así como durante el almuerzo sobre temas relacionados con la PUCE. Directa y objetivamente, el Padre Malo se enteró de lo que pensaba el Dr. Trujillo acerca de la reforma Universitaria, y, cuando se despejaron sus dudas iniciales, pasaron a clarificar el contenido de los “chismes” de tan variada índole con los que le habían llenado la cabeza al rector Malo, tratando de envenenarle el corazón y destruir la amistad que se había iniciado varios años antes, durante un viaje que para los dos y para todos los pasajeros del avión en que viajaban pudo terminar en tragedia.
Un tema que no dejó de ser motivo de comentarios y que lo siguió siendo hasta muchos años después – ¿posiblemente hasta nuestros días?- era el de que el Dr. Julio César Trujillo Vásquez, gracias a un indiscutible respaldo estudiantil, que se le atribuía y era verdadero, proyectaba y preparaba una especie de “golpe de estado” para destituir al padre Malo del Rectorado y exigir la secularización de la PUCE, como por esas fechas había ocurrido o estaba ocurriendo en la Universidad Católica de Guayaquil, cuando seglares católicos asumieron la conducción de ese importante centro de estudios superiores. Pero, como los anuncios y pronósticos de los chismosos no se cumplían y, por el contrario, se daban acontecimientos que los desvirtuaban por completo, el padre Malo resolvió, con la inteligencia y frontalidad que le caracterizaban, tratar el asunto directamente con el Dr. J C. Trujillo, principal sospechoso de ser el cabecilla del grupo que tenía tan malas intenciones. Fue entonces cuando el Dr. Trujillo dejó en claro al padre Malo y a la Compañía de Jesús, de una vez y para siempre, que su proyecto de vida era el político, que los “chismosos” y cuentistas estaban equivocados, porque luego de una especie de conscripción universitaria volvería a su pasión: la política. Aclaró, supuestamente en forma definitiva, que su opinión era la de que la PUCE debía continuar a cargo de la Compañía de Jesús, porque, de secularizarse, las ambiciones por el rectorado dividiría a los seglares y la PUCE podría terminar como la Universidad Central del Ecuador, en la que las luchas políticas empezaban a paralizarla con descuido de las tareas propias de la Universidad, especialmente en lo concerniente a su modernización.
He dicho que los temores que inquietaron a algunas mentes afiebradas nunca se disiparon totalmente: en agosto de 1986 un jesuita que ocupaba un alto cargo en la PUCE, tuvo una fuerte discusión conmigo, y frontalmente me pidió la renuncia del cargo que ocupaba – no de la cátedra – endilgándome la única acusación que se le ocurrió: la de ser socio del Dr. Julio César Trujillo, comunista que odiaba a los jesuitas y quería su expulsión de la Universidad Católica. Luego de superada mi sorpresa y contenida mi indignación le pregunté si sabía quien era el asesor jurídico, abogado defensor y consejero personal del Provincial de la Compañía de Jesús de mucho tiempo atrás; y, principalmente, si conocía que el doctor Trujillo defendía, casi siempre de forma gratuita, a la Compañía de Jesús, en las diversas causas que se presentaban en su contra, y que yo también había defendido gratis a los jesuitas, junto a mi maestro, mi socio y amigo. Aún recuerdo su cara de asombro cuando recién se enteró de estos datos; no obstante, insistió en su exigencia de que presente mi renuncia, a lo cual no accedí pero sí a un cambio de posición, según él, “menos peligrosa”.
En cualquier caso, una vez que el padre Malo disipó sus temores respecto al Dr. Trujillo, se pusieron a trabajar intensamente en la Reforma Universitaria que tuvo trascendencia nacional; se reformaron los reglamentos para la designación de las autoridades de forma que se conciliara una mayor participación democrática de todos sus estamentos. Se logró el apoyo para todas las propuestas. Con gran orgullo y satisfacción, para registro histórico, debo consignar que la reforma iniciada en la Facultad de Jurisprudencia se extendió luego a toda la PUCE y se profundizó en muchos campos. Tiempo después, también fuimos pioneros al poner en ejecución un Reglamento de Concurso de merecimientos y oposición, público y abierto, para acceder a las cátedras de la Facultad de Jurisprudencia, lo cual irritó muchísimo más al reconocido grupo de notables acostumbrados a designar como profesores de importantes cátedras, a amigos, parientes, relacionados o vinculados por otras consideraciones ajenas a las estrictamente académicas. Pensaron que éste era el mecanismo subrepticio que se había concebido para que los “comunistas” se tomaran la Facultad de Jurisprudencia, y no se tranquilizaron ni siquiera cuando personas de indiscutible valía como el Dr. Hernán Salgado, la Dra. Pilar Sacoto, el Dr. Hugo Reinoso, el Ec. Alfredo Mancero, el Dr. Jorge Machado ingresaron por esa puerta ancha del concurso; en tanto que a otros, que ya teníamos a nuestro cargo otras cátedras, se nos sometió a concurso para llenar otras vacantes y no dudamos en hacerlo, para demostrar que estábamos en la Facultad por nuestros propios merecimientos académicos mas no porque nos debían o pagaban algún favor.
Los cambios que se estaban produciendo en la PUCE produjeron algunas consecuencias inmediatas: la Facultad de Jurisprudencia llegó a ser, sin ninguna duda, la mejor del país, y así fue considerada dentro y fuera del territorio nacional, convirtiéndose en modelo a seguir por otras universidades que se demoraron años en implementar lo que la nuestra ya había logrado; el propio Estado así lo reconoció brindándole una ayuda financiera en términos más equitativos, que hasta entonces se le negaba. Pero, también, algunos que nunca estuvieron de acuerdo con el liderazgo del doctor Trujillo y los decanos que le sucedieron, optaron por emigrar o fundar otras universidades, para estar a sus anchas, enseñar el Derecho a su modo y formar abogados a su manera, con una visión clara y definida, sin que ello necesariamente esté mal, sea malo o esté equivocado; por el contrario, me parece loable que cuando alguien no está de acuerdo con el proceder de un grupo la mejor opción es la de dar un paso al costado o acampar aparte.
Aunque este es un acto de reconocimiento público al Dr. J.C. Trujillo, fundamentalmente por sus méritos académicos y los innumerables beneficios que ha hecho a la PUCE y a la Universidad ecuatoriana, no puedo dejar de mencionar, aunque sea brevemente, otros aspectos sobresalientes de su fructífera vida.
En el campo político, nunca le pareció que los principios democráticos eran negociables y por lo mismo rechazó terminantemente toda transacción o entendimiento con las dictaduras. Combatió a todas y cada una de ellas, pero lo hizo con la valentía y frontalidad que le caracteriza, y por ello tuvo que sufrir persecuciones, destierros, expatriaciones, confinamientos, encarcelamientos, atropellos y hasta el ostracismo. Alguna dictadura le ofreció que estrenara el cargo recientemente creado de Superintendente de Compañías, con todo su poder y privilegios; otra dictadura le ofreció un Ministerio, el cargo de Concejal o el de embajador del Ecuador a la Asamblea Anual de las Naciones Unidas; alguna dictadura militar hasta llegó a proponerle que se pondría fin su confinamiento a cambio de que se comprometiera formalmente a no criticar sus desaciertos o a no denunciar sus incorrecciones; y, finalmente, también se le ofreció incluirle en las comisiones que debían redactar la Constitución, a condición de que suavizara o no condenara las violaciones de los derechos humanos cometidas por los dictadores militares. Jamás cedió a estas tentaciones porque es un hombre íntegro por naturaleza, ciento por ciento honesto, y esencialmente digno, aunque con la sencillez que le caracteriza se limita a decir que cree “haber servido modestamente a la democracia y a la Patria”. Y, ciertamente que lo hizo porque ya en democracia, demostró sus cualidades de gran jurista liderando a un grupo de legisladores en la que se denominó Cámara Nacional de Representantes; presidió el Tribunal Constitucional, fue designado defensor del Pueblo, cargo que no pudo ejercer por intereses oscuros. Jamás dejó de ser el abogado de los trabajadores; siempre fue el amigo sincero y defensor de los indígenas; fue y es el profesional del Derecho sin mancha y sin tacha que ejerció la abogacía con otra mentalidad radicalmente distinta a la de quienes piensan que es el medio más expedito para enriquecerse mientras más pronto mejor. Con toda su sapiencia y experiencia pudo haber sido un abogado multimillonario pero no lo es. Los que lo conocemos de cerca sabemos como es, como piensa, como vive, y ello nos basta para apreciarle y quererle mucho más.
Tuve el privilegio de vincularme estrechamente con él hace 40 años, cuando golpeé la puerta del decanato de Jurisprudencia para hablar con el Decano recién electo y le pedí que me ayude a conseguir trabajo; respondió de inmediato diciendo: “venga a trabajar conmigo”. Mirando atrás bendigo esa hora y esa propuesta. Casi doce años trabajé con él, primero como empleado, luego como su socio. De él aprendí todo lo bueno y traté de imitarle en todas sus cualidades, excepto en dos que no van con mi forma de ser: la primera, siempre le hice notar que estaba equivocado cuando pensaba que todos eran buenos, honestos y dignos como él, porque hasta a los maledicentes, calumniadores y chismosos les perdonaba de corazón y les extendía la mano, y es que a mí, en lo personal, esa parte del mandato de Cristo de enseñar la otra mejilla siempre me ha resultado harto difícil de cumplir; y, la segunda, esa generosidad sin límite dando al pobre lo que se tiene y hasta lo que no se tiene. No pocas veces, como socio, me dejó con la boca abierta cuando a grupos de indígenas realmente pobres venidos de los páramos de muy lejos, para buscar su asistencia profesional, en lugar de cobrarles un solo sucre, sacaba dinero de su billetera y les entregaba en sus manos para que pagaran sus pasajes de vuelta y comieran algo. Pensaba yo: ¿Cómo no querer a un hombre como él?
No puedo dejar de mencionar, para terminar, a doña Martha Troya de Trujillo, su inseparable compañera de toda la vida. La mujer detrás del gran hombre. Durante los 12 años que trabajé con el Dr. Trujillo, con el querido y recordado amigo y maestro doctor Alfonso Troya Cevallos y con doña Martha, compartimos angustias, preocupaciones, sufrimientos, cada vez y cuando los “valientes” dictadores de entonces tenían la ocurrencia de llegar a su casa, amparados por la oscuridad de la noche, para sacarle y llevarle por la fuerza, con lo que estaba puesto, al combativo político que no se amilanaba ni siquiera por los destierros y confinamientos. Alguna noche, en mi departamento, se reunió con otros políticos que querían echar a los dictadores. Su intentó fracasó y fue perseguido.
Del Dr. J C Trujillo aprendí, y aprendimos muchísimos, los que bien le queremos y tomamos como nuestro modelo, a amar el estudio, la investigación, la lectura, para nutrirnos intelectualmente y ejercer con solvencia nuestras cátedras; a defender la democracia y la libertad; a ejercer la abogacía con absoluto apego a la honestidad, a la ética profesional.
Cristo, nuestro gran Maestro, nos dio un mandato: Sed buenos como lo es mi Padre. El Dr. Trujillo acató el mandato divino a cabalidad y lo superó porque es excelente en todos los sentidos. Por eso estamos aquí y le rendimos el homenaje que se merece.
Gracias
Quito, 14 de noviembre de 2011